jueves, 29 de marzo de 2018

La habitación




Ada Abdo

Doña victoria la dueña de la casa estaba agonizando. Era una agonía larga. Durante interminables días entraban y salían de su habitación, además de los médicos, visitantes de todas las categorías. Desde que ponían un pie en el medioscuro vestíbulo regado de lamparitas de medialuz por los rincones, ya se consideraban obligados a la cara de conmiseración. Algunos decían que ella era un monumento nacional pues había peleado en la guerra con el grado de coronel y participado en célebres batallas y que querían verla antes de morirse, es decir antes de que se muriera ella. Pero ya las caras empezaban a repetirse como era natural, porque eran ciento diecisiete meses los que llevaba agonizando. Los clientes de la casa caminaban sobre la punta de los pies para no hacer ruido y cedían con respeto el paso a los visitantes de la moribunda que apenas si les dirigían una mirada. El pasillo también estaba ocupado por los clientes que esperaban con paciencia su turno durante algún tiempo. Ocurría que debido a la enfermedad de doña Victoria la organización de la casa había sido afectada. Ya no estaba ella con su gran bata floreada y sus hermosas zapatillas de raso bordadas esperando en el vestíbulo la llegada de los clientes: el álbum con las fotos que ella les enseñaba para que escogieran a su gusto yacía tirado en un rincón cubierto de polvo y telarañas.

Ahora, ya no podían escoger, dormitaban durante días y semanas a lo largo del pasillo, recostados a las paredes esperando la única habitación disponible, ya que las otras a excepción de la de doña Victoria había sido clausuradas por la sanidad pública al igual que todas las casas de la ciudad y sin que mediara explicación alguna. También las muchachas habían abandonado la casa poco a poco. Violeta y Miosotis eran las únicas que quedaban y Flora la presunta heredera.

Desde que Flora vislumbró la posibilidad de heredar la casa, adoptó los aires antiguos de doña Victoria, se puso su bata y las añoradas zapatillas de raso plateadas. Dejó el trabajo subalterno y trató de dirigir aquello lo mejor que pudo, pero como aún su firma no estaba autorizada y reconocida por los altos jerarcas, le era imposible tomar decisiones para meter la casa en camino.

Cumplía con sus deberes concienzudamente. Cuando las muchachas, es decir la muchacha, porque solo podía ser una a la vez, se demoraba más tiempo del reglamentario, tocaba a la puerta pausadamente y le llamaba la atención con su fingida voz a lo doña Victoria.

Otras veces para levantar el ánimo de los expectantes, como en otro tiempo, hacía pasar a Violeta y a Miosotis de un extremo a otro del pasillo con elegantes vestidos y los sombreros de pluma que permanecían guardados en los baúles de cerradura de plata de la dueña.

Los reflectores rosados eran encendidos en la hora del paseo cotidiano y luego eran repartidas grandes tazas de café y pastelillos. Todo este ajetreo mantenía a los clientes desvelados y animosos en espera del añorado turno. Además logró que algunos pintores celebraran sus exposiciones en los pasillos de la casa y entonces en medio del silencio exigido por la agonía de doña Victoria se cruzaban los clientes, los visitantes y los curiosos de la galería de arte. Con esto Flora mantenía en alto el prestigio de la casa mientras llegaba la hora de la muerte definitiva.

Una vez que enfermó Miosotis, Flora se vio obligada a sustituirla debido a un pequeño amago de huelga entre los clientes que amenazaron con boicotear la exposición de arte, diciendo que el pasillo les pertenecía y que no dejarían pasar a los aficionados si no se les solucionaba su problema.

Flora se paró junto a la puerta y conminó a Violeta para que saliera. Un hermoso joven pálido la esperaba y no le pareció tan desagradable volver a las labores menores.

Continuó las exposiciones y después las alternó con concierto, recitales, etc., además del consabido paseo con los sombreros de pluma, los cafés y los pastelillos. Ya Flora no encontraba qué hacer para mantener el prestigio de la casa que llegó a alcanzar dimensiones extraordinarias cuando llegaron del extranjero visitantes de alto rango, embajadores, secretarios, y nobles de algunos reinos desaparecidos. Por supuesto ellos estaban interesados en doña Victoria, eran muy aristocráticos para la galería o para la habitación de Miosotis y Violeta.

Diecisiete años después, Flora decidió que ya era demasiado. Anunció con gran pompa y un incontenible lagrimeo la muerte de doña Victoria. Había obtenido el consentimiento de ella, pudo convencerla de que estaba llevando la casa a la ruina, que debía suspender las visitas, sacrificarse y hacerle creer a la gente que al fin había muerto. Llamó a los albañiles más expertos de la ciudad para que clausuraran las puertas y las ventanas con ladrillos y cemento, de manera que no hubiera el menor contacto con el exterior. Contrató nuevas muchachas y despidió a Miosotis y a Violeta prometiéndoles una pensión vitalicia a condición de que olvidaran de que existió alguna vez alguien que se llamó doña Victoria.

A los clientes que habían envejecido esperando su turno, les dijo que se retiraran pues ya su tiempo había pasado. Y después de hacer grandes cambios en la casa, la sanidad pública dio permiso para abrir las habitaciones clausuradas, organizó una fiesta magnífica y esplendente en que sus quince nuevas muchachas se paseaban con sus sombreros de pluma y la habitación tapiada estaba allí indiferente a todos, impidiendo el paso, y se mezclaban las plumas con las libreas de los lacayos, con los embajadores, los secretarios y los reyes descoronados y doña Flora al fin en su mecedora, se mecía lentamente con su gran bata floreada y sus hermosas zapatillas de raso perladas, esperando en el vestíbulo la llegada de los clientes.



Ada Abdo (1934). Narradora y crítico teatral. En 1964 publicó Mateo y las sirenas, por Ediciones El Puente. Colaboró en Lunes de Revolución, donde su cuento “La isla” fue presentado por Virgilio Piñera junto a relatos de otras autoras entonces jóvenes (agosto/1960). Obra de teatro: Los próceres, estampa de la vieja república presentada por el «Teatro Experimental de la Habana» en 1963. “La ventana” fue incluido en la antología Nuevos cuentos cubanos (UNEAC, 1964).


sábado, 10 de marzo de 2018

En la muerte de Mariano Brull




Gastón Baquero

¿Cómo hablar de una muerte que inspira como pocas la señal de silencio? Mariano Brull trajo a nuestra poesía la conciencia del silencio, la música y la superrealidad que emanan del silencio, y fue él quien nos enseñó cómo el verso, a la manera de Mallarmé, es una rosa en el fondo del abismo, en el fondo del abismo sonoro, donde Unamuno veía quebrarse "el silencio en grito y la risa en quebranto".

Ha muerto después de un largo, inadecuado, impropio sitio del castillo de su cuerpo por la ascensión de la muerte. Mariano Brull parecía destinado a una muerte sin detenida zapa del organismo, sin agotador y terrible dominio de cada parcela de su cuerpo, porque esas muertes sitiadoras, tenaces, reptantes, deben quedar para los hombres que han sido a su vez en la vida sitiadores e implacables para la conquista del mundo en torno. Pero Mariano Brull era un ser tenaz sólo para oír el silencio, para medir la tensión de un matiz, para cazar el brillo y la médula de una palabra poética. Si un día hubiese quedado muerto, insensible, invisiblemente, como ensimismado sobre una página de Valéry, sobre un poema de Mallarmé, sobre un escorzo de Alain, de modo que nunca nadie hubiese sabido si moría de enfermedad o de tránsito hacia otra forma de sustancia más profunda e inmutable, ese morir hubiera armonizado con el ser de Mariano Brull, ¡pero esta lucha sin sentido, esta angustia sin esperanza, este larguísimo e interminable pugnar con la muerte!

Muere en junio, este mes de tanta luz, este mes marino. El traductor-creador de Valéry conocía la riqueza del mar en tiempos como este:

Yo me voy a la mar de junio,
a la mar de junio, niña.
Lunes. Hay sol. Novilunio.
Yo me voy a la mar, niña.
A la mar canto llano del viejo
Palestrina.

¡Cuánta amorosa delectación sobre el poder secreto de la palabra poética anunciaban ya los versos de Poemas en menguante! Y los mismos poemas de La casa del silencio, ¡cómo dejaban ver al poeta de mirada lenta, al enamorado de una definición precisa! Mariano Brull, tal como se abrió en fuerte rosa de los vientos entre las márgenes de Canto Redondo –ese libro lunar, miliar en la poesía cubana–, era el poeta consciente de la sacritud de las palabras, el responsable, el cuidadoso de la resonancia del vocablo y de la integridad de la arquitectura. Vino con él también la conciencia del verso poético, no palabrero, no lógico a secas, ni sentimental sin más, sino poético de poesía, poético por sí. Escribió de esta suerte algunos de los poemas más cargados de inspiración y de técnica al unísono que hayan salido de mano nuestra. Técnica e inspiración, equilibrio entre el impulso y la norma de belleza, dicen lo que persiguiera Mariano Brull:

¿Cómo romper tu ausencia o tu silencio?
Plata de pez ¿qué playa?
Faisanes de oro nuevo ¿qué montaña?
¿A   dónde la  marea de  tus pasos
espuma hasta el rebozo  de su  linde?
Escama y pluma. Fino estío
donde mar crespa y viento jubiloso,
al rescoldo de un cielo de nuez verde,
entre golpes de agua, canturrea…
¿Dónde la víspera de tu canción,
en sábados de mar y luna nueva
o en domingos de pinos y entretiempos?
Los cuidados ¿al sesgo del olvido?
¿Qué albricias para siempre o para ahora?
Yo me fui a la mar de agosto
y he vuelto verdelamido
de verde velutoso…

Ya reposa en silencio. Descansa para siempre las fatigas que acumula una eternidad sobre el pecho del hombre. Ha cerrado su camino sobre la tierra duramente. No fueron sus rosas, sus geometrías iluminadas, sus claridades y júbilos, las vestales de su morir. Mas todo esto está ahora ahí, presente y eterno, indestructible ya, irremovible hasta por la propia mano granítica del Tiempo. Mariano Brull está ahora en toda su poesía, sereno al fin, sin sufrimientos, sin penas, en la contemplación de aquellas ricas imágenes, figuraciones de un orbe de poesía, de una máquina de poetizar los amorfos linderos del mundo. Ahora está Mariano Brull navegando por el Tiempo, intemporal, remoto y próximo, salvado de la anécdota y acogido en la Categoría, vuelto un objeto de la divinidad, impalpable y acorde con la sinfonía de lo impenetrable, lo inacabable, lo Fijo:

Yo estaba dentro y fuera, –en lo mirado–
de un lado y otro el tiempo se divide,
y el péndulo no alcanza, en lo que mide,
ni el antes ni el después de lo alcanzado.
Mecido entre lo incierto y lo ignorado,
vuela el espacio que al espacio pide
detenerse en el punto que coincide
cuanto es inesperado en lo esperado.
Por la orilla del mundo ronda en pena
el minuto fantasma:  –último nido
de la ausencia tenaz que lo condena
a tiempo muerto aun antes de nacido–
mientras en torno, el péndulo encadena
el futuro a un presente siempre ido…

Este era su canto, este será para siempre su canto. Va a entrar en el hogar enorme de la tierra, a devolverse al cosmos extrahumano, casi a la misma hora en que manos francesas regresarán al polvo los restos de Julien Benda, el antipoeta, la antipoesía por intoxicación e indigestión del raciocinio.

Como si se pidiese desde los aires una dosis de luz y otra de razón, una de poesía y otra de hielo, estos que tanto pensaron diversamente, enmudecieron casi en un instante. El silencio de uno y la palabra muerta del otro, acordes serán en una melodía tañida por la música francesa, por el sentimiento geométrico, racionalizador, cartesiano, de las emociones como de las reflexiones. El nuestro, el poeta, alerta al refulgir de la nuance mallarmeana, al pliegue metafísico de Valéry, va al silencio por derecho propio. Mucho trabajó y sufrió sobre "La joven parca", y ya está en compañía suya, del lado de allá de la ribera. ¿Qué puede hacerse ahora por él? La lectura de una página de Focillon, de un texto en prosa de Valéry, de unos versos de Racine, junto a las oraciones, a los poemas que hablan al alma religiosa del mundo, dedicables son junto al callado silencio que ahora inaugura Mariano Brull. Ahora que el mundo es ya otra cosa para él, dejémosle en lo suyo, inmerso en su rara música, rodeado por el rumor de la elegía anticipada que le escribiera Rainer María Rilke, aquel otro que tanto supo callar y tanto hizo resonar entre sus finos labios la melodía de lo impenetrable:

Reposaba. Su faz erguida y pálida
contra la almohadilla desgastada.
A sus sentidos arrancado, el mundo
ha caído en la época del frío.
Quienes le vieron vivo no sabían
hasta qué punto se identificaba
con todo esto: la extensión, la hondura,
estos prados y el agua eran su rostro.
Su rostro era esta extensión
que viene a él aun su voz pidiendo,
y su angustiada máscara que muere
a lo vivo se muestra, como el dentro
de una fruta que el aire pudrirá.


Diario   de  la  Marina,   de  junio   de   1956.


martes, 6 de marzo de 2018

“Como traigo la leña, pim, pam…”




Dolores Labarcena


Luego de un año sabático en cuestiones literarias pero prolífico en conocimientos patológicos, tratamientos holísticos y mecánica postural, en la recta final, y con la idea de abstraerme, tomé un libro que lejos del efecto deseado me introdujo más en ese laberinto de tecnicismos galénicos: litiasis biliar, nefritis, disfagia, trombosis, taquicardia paroxística, en fin. No era, lo confieso, un libro que tuviera prisa por leer. Papaíto Mayarí, novela de Miguel de Marcos, es una de esas lecturas, a mi juicio, obligatorias dentro de la literatura cubana. ¿Se trata de una gema que merezca la pena desenterrar? Depende del ojo con que se mire. Su primera edición (1947) se convirtió en best-seller (dato que ni suma ni resta). Lo curioso es que si rastreamos en internet las menciones son escasas, por no decir que de Miguel de Marcos no se encuentra ni una escueta biografía. Es tan inusual su presencia como el hirsutismo en tiempos de rayos láser.

Lo cierto es que, más allá de su momento, no lo siguió ni el gato; ni los de Lunes, ni los realistas, ni los post, y ni siquiera es pasto de académicos, al contrario, por ejemplo, de Carlos Loveira con Generales y Doctores. Tampoco García Vega lo incluyó en su antología de la novela. En fin... ¿Es que no puede sacarse tajada de un bromista nato, del mofletudo mejor vestido de su época?

Papaíto Mayarí viene a ser la ridiculización del concepto cubanidad, que, según Grau San Martín, es amor. De aquellos lodos, estos barros. En efecto, si algo es indiscutible en esta obra es el choteo galopante, lo pantagruélico, la desacralización del prócer, el falso panegírico, el calco amorfo de la generación del 95. Por ello el patriotismo aquí tiene tintes hilarantes.

“Serapiote querido: Te escribo a las dos de la madrugada. Tú, que sabes inclinarte sobre el sufrimiento humano; tú, que me acompañas en la vida y me sirves desde hace treinta años, tú, que crees que la cubanidad es amor, apiádate de este pobre ocambo. No me despiertes a las siete… Otrosí –Hoy, Serapio querido, es 20 de mayo. Como tú conoces mi patriotismo, como yo conozco el tuyo, te sugiero que, en la dosis de acordeón de mi cotidiano despertar melódico, sustituyas Juan Pescao por los compases del Himno de Bayamo. Tuyo, Papaíto”.
Con esa nota en el buzón del mayordomo-confidente comienza la novela: celebración del 20 de mayo (nacimiento de la República de Cuba, 1902). Y concluye de igual modo, como algo inamovible, monótono, otro 20 de mayo con la muerte del criollo Mayarí. Eso sí, en su cartuja, sin meconio, sin acrimonia, en su lecho placentero y lenitivo.

En la prosa de Miguel de Marcos, además de tecnicismos galénicos, tratados de jurisprudencia, anglicismos y neologismos, todo es hipérbole intencionada, fuego fatuo, lo cual comulga de manera burlesca con la jerga del vulgo. No hay que confundir, no es barroco como afirma alguna que otra crítica. Miguel de Marcos usa los términos que aparecen en las revistas científicas (o seudo), en los periódicos, en las enciclopedias, en los círculos de políticos y literatos, tanto como lo hiciera Flaubert en esa obra maestra que es Bouvard y Pecuchet. No cree ni de lejos en ese lenguaje ampuloso, lo usa y abusa de él. Se regodea en ese festín oral, de tal modo, que no hace distinción entre los personajes. Todos, incluso el mayordomo-confidente, “de imaginación fértil y corazón sin escorias”, están fabricados con el mismo molde, el molde de los bustos de yeso, de las máscaras mortuorias, en serie, hijos de una educación cívico-patriótica, o patriotera, para ser exactos.

Periodista, cronista parlamentario, Miguel de Marcos se vale de hechos reales, de cuadros con los que recrea escenas costumbristas, para desfondar todo costumbrismo. Pero, atención, nada en Papaíto Mayarí es para tirar a mondongo, palabra que tomo prestada del propio autor, de color visceral, trópico-insular como el canario amarillo que tiene el ojo tan negro. El dominio de la frase, la fuerza del epíteto, esos monólogos intercalados, el juego con el tiempo, la música popular, son recursos envidiables para cualquier escritor. Y es que escribir de esa manera exige, pese a carcajadas, la máxima tensión, el máximo aplomo. “Como traigo la leña, pim, pam…”.

A fin de cuentas, lo único solemne en Papaíto es el calificativo de prócer. La cubanidad, en boca de otro de los personajes, Tin Boruga, es el timo del siglo. Digo más, el timo de las letras cubanas, con su poética grandiosidad. ¿Tendrá algo que ver en la trascendencia literaria de Miguel de Marcos semejante aseveración? ¿O se trata de una no declarada alergia ante su desopilante humor, o quizás, el precio a pagar por su condición de periodista? Qué cosa tan seria, la tradición.

Su muerte, irónicamente ocurrida un fin de año (31 de diciembre de 1954), fecha con la que juega una y otra vez sin atisbo de superstición con unos dados imaginarios desafiando al destino, fue motivo de múltiples muestras de respeto y admiración por parte de sus contemporáneos, entre ellas la exquisita nota de Gastón Baquero en el Diario la Marina: “Dotado de una inteligencia muy clara y asistido por una cultura muy sólida, de haber nacido en otro medio, donde la carrera literaria no se estrangula como aquí dentro de la limitación y la trivialidad de la hoja impresa, Miguel de Marcos habría dejado una obra fecunda, no sólo en extensión, sino en logros cuajados. Trabajador infatigable, dudo mucho que en el periodismo cubano haya ejecutoria de tanta calidad y extensión como la suya”. Por lo que, si nos limitásemos única y exclusivamente a hacer conjeturas de lo que no se ha escrito o se escribirá (lo espero con ansias como la Guajira del Palmar) sobre Miguel de Marcos, podríamos formarnos una idea errónea y anticipada de la obstinada omisión de semejante pluma. ¿No es cierto?, pregunto, con premura, luego de un año sabático.