sábado, 20 de enero de 2018

El Lezama de Vélez. Algo atroz eso de estar filmando a un muerto.


                              

Pedro Marqués de Armas

                                                                I

Siento no haberle prestado más atención. Fue amigo de Lezama, quien lo cita en su correspondencia y, si mal no recuerdo, llegó a él a través Eloísa, de quien habría sido alumno en la Escuela de Publicidad.
José Vélez concurría a una tertulia que se realizaba en los bajos de mi casa, en el apartamento del Dr. Mon, por lo menos desde 1970.
Muchos años después me lo presentaron en casa de Emma y Roberto. Calculo que sería en 1994. Emma Ortiz, sobrina de Arsenio Ortiz, el Chacal de Oriente, del que rara vez hablaba; y Roberto Nieto, uno de los mejores cantantes de ópera de los años cuarenta.  
En pleno Período Especial mantenían a su modo aquella tertulia, por la  que pasaban, entre otros, Ernesto, un cinéfilo que editaba la Guía del Cine Actualidades; y Pepe Luis, todo una enciclopedia de chismes republicanos, cuyo tema favorito era “las fiestas de Palacio” en tiempos de Batista. (A Pepe Luis consulté para entender algunas de las referencias habaneras de “La gran puta” de Piñera.)
Fue en casa de Emma y Roberto que supe que Mon y su hermana o prima Cocha habían sido “incoercibles poetas”; que Lezama siempre tildó a Mon, con quien mantuvo algún trato, de “literatoso”; y donde conocí de la existencia de otro Lezama (olvidé el nombre), que nunca publicó sus poemas, un manojo de las cuales Nieto conservaba.
Vélez trabajó toda su vida en oficinas. Inseguro, en extremo obsesivo, vestido con pantalones “pescadores”, se disculpaba cada dos palabras. De joven escribió uno o dos cuentos que le salieron de un tirón, como si los hubiera escrito, me dijo, en “trance espiritista”. Alguien se los criticó y cayó en un bloqueo del que pretendía salir retomando (¡treinta años después!) una novela que se le hacía igualmente inacabable: “El crimen de la americanita”. 
La última vez que lo vi la tenía casi concluida. Ignoro si la publicó.

                                                                   II

En cierta ocasión me habló de su amistad con la familia Lezama, una relación que llegó a ser estrecha con el escritor, por lo menos desde 1957, y que, además del ritual de las visitas, incluyó largos paseos por La Habana y el ineludible aprendizaje literario.
Vélez no me habló de sus lecturas, pero algunas de éstas quedarían reflejadas en “Cuadernos de Apuntes”, inéditos hasta el 2000. Junto a citas, notas de lector, todas brillantes, versiones de poemas, proyectos de trabajo, etc., aparecen a ratos los libros que Lezama ponía a circular entre sus amigos, algunos entonces muy jóvenes y cuyo control llevaba con escrupulosidad.
“Libros prestados a José Vélez”, o bien “Vélez (tachados)”, “J.L.V, devueltos”, etc. Se trata acá de un lector incipiente, un iniciado al que da a conocer a Séneca, Goethe, Nerval, Baudelaire, Rilke, Cernuda, Mann (Muerte en Venecia), etc., para seguir con Gide: Los alimentos terrestres, Los falsos monederos, Corydon, Paludes, La escuela de las mujeres, Trozos escogidos, es decir, casi todo Gide.
Estamos a 12 de octubre de 1957, en uno de estos listados, y muy cerca saltan maravillas como este corrido mexicano:
“Rosita estaba de suerte,
 de tres tiros que le dieron
 sólo uno era de muerte.”
En fin, una amistad que se afianzó con el tiempo, si bien Vélez no llegó a levantar vuelo como escritor.
Había asistido al velorio de la madre, Rosa Lima, y me contó esa tarde, mientras Emma Ortiz servía una infusión intragable, cómo lloraba Lezama con unos “lloros que aquello partía el alma”.
Luego, asistiría al del escritor.
Apenas salvé algunos trozos de aquella conservación, lo que me pareció más interesante, lo que retuve. Daba por perdidos esos apuntes que, por suerte, recuperé este verano junto a otros tantos papeles.
De su contenido recordaba apenas una que otra frase o palabras convertidas en imágenes que se fundieron, lógicamente, con algunos gestos y el modo escueto, vago, del narrador: un Padilla silencioso a la entrada del cementerio de Colón, cuando aún no había llegado el cortejo fúnebre, a pesar de haber abandonado la funeraria a la vez que el resto de los asistentes; los dedos “regordetes” de un Lezama cuyas manos salen a relucir, lo mismo bailoteantes que ya inmóviles; y, por último, la mascarilla mortuoria que le habría hecho “un italiano” (la misma que iría a parar, dentro de una urna, al cuarto del fondo en la casa de Trocadero), y que asocié desde entonces a la palidez del propio Vélez a la luz de una bombilla ahorradora.
Repaso ahora, o bien verifico, tales datos: la presencia de Padilla tanto en el velorio como en el entierro; las señas del escultor italiano, Doménico Camporino, de cuyo servicio han dado cuenta Reynaldo González y Ciro Bianchi, entre otros (sería un anciano el Camporino, pues se había radicado en La Habana en 1932, donde ganó fama entre la clase médica por sus mascarillas y bustos benéficos); y de soslayo –esto no habría que comprobarlo- el supercadáver de Lezama trajinado por unos y otros.
Compruebo, en fin, todo ello al tiempo que evoco el énfasis que ponía Vélez mientras hablaba: una suerte de reserva, de apóstrofe mudo, al emplear el término “desconcertado” para referirse a Padilla –un Padilla, ahora caigo, al que nadie se dignó a dar asiento en ninguno de los carros; y cierta complacencia, entre grotesca y macabra, al pasar de los “dedos de goma” del “mastodonte” en su excursión al Laguito a las manos ya rígidas y todavía edematosas del occiso.
Pasó mi memoria por alto -lo pasó siempre, sin embargo- uno de los datos más significativos asentados en aquel papel: la referencia a un “equipo de filmación del ICAIC” enviado a los funerales -referencia en la que repararé más tarde, leyendo a Reinaldo Arenas.
Todo encaja, pues.
Si los apuntes que tomé de Vélez resultan exiguos es solo a causa de mi pereza (o impericia). Ojalá hubiera explorado más sus recuerdos.
Aunque no rigurosamente oral, la transcripción que sigue es literal. Fue así como momifiqué, tras despedirlo en la puerta del edificio, las palabras de aquel extraño amigo de Lezama y de Roberto Nieto: contador público, más bien bajito, de ojos claros, todavía ágil a sus setenta, con sus pantalones “pescadores” sobre unas botas carmelitas. 
   
                                                                    III

“En los cincuenta, íbamos a unos baños de vapor que habían en Águila y Neptuno. Después del baño nos servían una taza de infusión que llamaban Pro-Vida. El dueño era un señor inquieto, diminuto, de ascendencia vasca, que se ponía muy contento con la visitas de Lezama. Pero después de la tercera tanda Lezama se aburrió y nunca más fuimos allí”.
“En cierta ocasión, Lezama alquiló un taxi en dirección a no sé qué sitio de La Habana. Como era costumbre entonces no se sentó delante, con el chofer, sino detrás. Al chofer le dio por hablar de pelota, haciendo uno y otro comentario sobre los almendaristas. Lezama aguantó un rato, pero al ver que el chofer no paraba de hablar le soltó a la cara: “Mire, mejor atienda al timón y no me moleste. ¿Quién le ha dicho a usted que me importa la pelota?”.
“El padre Gaztelu se burlaba mucho de Lezama. Tomamos un carro y nos fuimos los tres hasta El Laguito. Lezama se bajó y caminó delante de nosotros. Caminaba con las piernas separadas, las palmas de las manos bailoteándoles, con aquellos dedos gordos que parecían de goma. Entonces Gaztelu comenzó a mofarlo imitando con mucha gracia aquella marcha de mastodonte al tiempo que exclamaba: “¡Tenga cuidado, Maestro, no se nos vaya a ahogar!” Y Lezama como si nada. Tenía una tabla tremenda”.
“Con Lorenzo no tuve amistad. A lo sumo hablamos un par de veces, si mal no recuerdo, de cine, que le gustaba mucho. Era muy nervioso y de carácter difícil; le decían El Loquito. No salía de casa de Lezama. Tenía fama de haberse leído toda su biblioteca”.
“Cuando lo del viaje, no sé si a Francia o México, estuvo de lo más angustiado. Entregó el pasaporte y faltaba que autorizaran la salida, pero como siempre…  Sobre esto le oí decir: “El sombrero siempre llega cuando no se tiene cabeza”.
“Por la funeraria pasó mucha gente, hasta mandaron un equipo de filmación del ICAIC. Algo atroz eso de estar filmando a un muerto. Un italiano hizo la mascarilla y tomó un relieve de las manos. ¡Qué manos! Unos dedos regordetes, además muy hinchados, que le dieron bastante trabajo al escultor.”
“Heberto Padilla fue el primero en llegar al cementerio. Aquel hombre a la salida de la funeraria, desconcertado, que no montó en ninguno de los autos… Imagino que haya pagado un taxi de piquera. Lo cierto es que estaba allí, a la entrada, cuando llegamos”.

                                                                   IV

Todavía algunos incisos... A Lezama sí le gustaba la pelota. La jugó por lo menos hasta entrar en la Universidad. Formó parte de un equipo del barrio y apostó siempre por los almendaristas. Otra cosa es toparse con un chofer impertinente. Dejó una divertida crónica: “El juego de pelota o la historia como hipérbole”.
Al margen de angustias, de su tendencia a postergar o su ingenuidad en asuntos prácticos, en sus últimos años, tras el éxito de Paradiso, no solo deseó viajar sino que lo intentó cada vez que pudo. Como él mismo dice, le negaron la salida hasta en seis ocasiones. A su esperanza, término que se vuelve habitual en su correspondencia, se opone la Ananké, “el ojo fijo del cíclope”. Todavía el 5 de agosto de 1976, cuatro días antes de morir, en carta a su editora mexicana expresa esa impaciencia, esa “esperanza”. 
No hay historia sin gesticulación. Veo a Vélez pararse de un sillón e imitar la marcha de Lezama como a su vez la imitaba Gaztelu. Lo veo apurar la infusión, y, acto seguido, apostillar con una risita nerviosa las manos del muerto. Pero al referirse a Padilla no puedo verlo, escapa su expresión, cuando en cambio siento otro énfasis, una pausa, una elipsis.
Terminaba así, con la filmación de aquel velorio, el caso Órbita. ¿Terminó alguna vez realmente? Quizás concluya de veras si algún día aparecieran las imágenes allí rodadas y el montón de fotografías. 
Por ahora, me quedo con la frase de Vélez que encabeza este texto y ese “círculo de vacío” alrededor del fantasma de Padilla tan bien trazado por Jorge Edwards: “se alejaron de él como si fuera un apestado, creando alrededor suyo un círculo de vacío. Veo muy bien a Heberto en ese círculo, desarrapado, con los zapatos viejos, rindiendo homenaje al poeta de la calle de Trocadero”.



jueves, 18 de enero de 2018

Palabras para S.S


Foco más resistente de una elipsis entre La Habana y el mundo, acabo de escuchar por Radio Francia Internacional que ha muerto en París, a los 55 años, Severo Sarduy.

Tal vez no haya muerto y se trate de una gacela que, para salvarse, se entrega a la nada higiénica artimaña de la hipertelia; algo que simula la muerte pero no es tal. 

Entonces el cazador se acerca y la gacela, de un salto, se convierte en Buda.
                                 
                                                                                                        Junio, 1993


             [DEL BAÚL]


miércoles, 10 de enero de 2018

Retrato imaginario de Sade por Man Ray



Un Sade obeso, de perfil, como recortado de una pared de ladrillos que se ha convertido en su piel. Al fondo, la cárcel, idénticas paredes, de la que parece haber sido arrancado. Solo los labios púrpuras, el azul más encendido del ojo, y la blanca esclerótica, rehuyen aquel empedrado suministrándole vida. El resto son grietas, arrugas, impactos de bala.

Tales colores simbolizan la libertad, es decir, la bandera, pero una bandera que no ondea.

Como apunta Lacan, aquí la angustia mira a lo lejos, lo que implica mirar a la vez al futuro y al pasado. No es casualidad, nos dice, que lo que quede de él “tras una suerte de transustanciación de décadas” y una “elaboración imaginaria de generaciones” sea esa forma que Man Ray encontró para representarlo: “una forma petrificada”.  


                                                             DEL BAÚL

                                                                   1999

sábado, 6 de enero de 2018

Almelio, espejo


Pedro Marqués de Armas


La soledad es su desposorio. El verbo un humillo volante. Orienta su nariz hacia el Este, como si de allá vinieran todas las cosas. Es un animal. Muerde su oleosa carne, su propia cola; pero más, quiere que todos los espejos se le encimen, que todos corten esa vena.

Se oculta. Va a caer la mascarilla del té. El hedor de las palabras colma la casa, en la que ojillos de gamuza no le dejarán leer cierta Biblia o Paraíso de Milton.

Los reunidos tienen bocas de pez congelado. Hay esferas de un tiempo congelado, pocos libros, verdad, pocos sueños y el vino agriándose, y la leche que quieren desvirtuar estos falsificadores del infierno.

Todo se morderá: la luna, una espina, un fruto que se desplaza hasta estallar en el ojo.

Almelio, espejo. Oreja que vomita una tierra salvaje.


                                                       DEL BAÚL

Escribí este poema alrededor de 1987. Recuerdo haberlo leído en la Quinta de los Molinos. Parece que siempre vi a Almelio como una cruza de poesía y pobreza, suerte de otro enternecedor ávido de alimentos terrenales.