domingo, 27 de agosto de 2017

Matadero



Luis Miguel Nava

Bailé en un matadero, como si la sangre de todos los animales que colgaban degollados alrededor fuera mía. Bailé hasta que hubiera espacio en mí para un poema del que después todas las imágenes fueran desertando.

La luz que de esa sangre irradiaba, como si en ella el sol se hubiera sumergido y en ella los rayos se hubieran diluido, me atravesaba los poros y me hacía cantar el corazón. Era una luz que nada tenía que ver con la piedad o la esperanza, pero cuya música, sin pasar por los oídos, iba directa al corazón, que en los animales acabados de abatir encontraba por momentos un espejo todavía caliente, tan diferente de la algidez que habitualmente impera en ellos.

Sólo en un espejo así acabado de salir de las entrañas de un ser vivo, se dibuja nuestra verdadera imagen, en vez de la frigorífica mentira donde es común vernos proyectados. Sólo ese espejo capta la espesa luz en que parecen consumirse los propios astros, esa luz que se confunde con los objetos que ilumina en una única sustancia capaz de arrancarnos de la oscuridad y dar color a la santidad.

La luz del neón, frente a aquella como la que se vacía del corazón de un puerco, es una metáfora de impacto reducido. La luz que de las vísceras emana es la de dios, aquella que, por una excesiva dosis de tinieblas entremezcladas, se aproxima más que cualquier otra a la de dios, que resplandece en las carcasas de costillas donde es fácil presentir las incipientes alas de algún ángel.

El chillido del animal que cualquier cuchillo anónimo despacha a la condición de aquellos cuya sangre escurre a nuestro lado es el único sonido al que merece la pena bailar. El día le declinó en las entrañas, cuantas mañanas las recorrieron absorbidas por las aberturas de sus ojos, pero no son ahora sino un rastro de lumbre sobre la lámina y en los baldes donde gotea, reducidas a un furtivo resplandor de dignidad del que de repente todos nos sentimos huérfanos.


Matadouro

Dancei num matadouro, como se o sangue de todos os animais que à minha volta pendiam degolados fosse o meu. Dancei até que em mim houvesse espaço para um poema de que todas as imagens depois fossem desertando.

A luz que desse sangue irradiava, como se nele o sol tivesse mergulhado e os raios nele se houvessem diluído, atravessava-me os poros e fazia-me cantar o coração. Tratava-se de uma luz que nada tinha a ver com piedade ou a esperança, mas cuja música, sem me passar pelos ouvidos, ia direita ao coração, que nos animais acabados de abater por momentos encontrava um espelho ainda quente, tão diverso da algidez que habitualmente neles impera.

Só num espelho assim saído há pouco das entranhas dum ser vivo se desenha a nossa verdadeira imagem, ao invés da frigorífica mentira onde é comum a vermos esboçar-se. Só esse espelho capta a espessa luz em que parecem ter-se consumido os próprios astros, essa luz que com os objectos que ilumina se confunde numa única substância capaz de arrancar-nos à treva e de dar cor à santidade.

A luz do néon, ante aquela de que se esvazia o coração dum porco, é uma metáfora de impacto reduzido. A luz que das vísceras emana é a de deus, aquela que, por excessiva dose de trevas misturada, mais que qualquer outra se aproxima da de deus, que resplandece nas carcaças em costelas onde é fácil pressentir as incipientes asas de algum anjo.

O berro do animal que qualquer faca anónima remete à condição daqueles cujo sangue se escoe ao nosso lado é o único som a que dançar merece a pena. O dia declinou-lhe nas entranhas, quantas manhãs as percorreram absorvidas pelas aberturas dos seus olhos mais não são agora do que um rastro de lume sobre a lâmina e nos baldes onde pinga, reduzidas a um furtivo clarão de dignidade de que todos de repente nos sentimos órfãos.

Resultado de imagen de Nava Poesia Completa Publicações Dom Quixote 2002

Poesía Completa 1979-1994, Publicações Dom Quixote, Lisboa, 2002, pp. 181-82.

Traducción: Pedro Marqués de Armas  
  

jueves, 24 de agosto de 2017

Ofelia



Arthur Rimbaud

I

Sobre la onda calma y negra que duermen las estrellas
como un gran lis flota la blanca Ofelia,
flota muy lentamente, mecida en sus largos velos ...
—En los bosques lejanos se escuchan halalís.

Hace más de mil años la triste Ofelia
pasa, fantasma blanco, sobre el largo río negro.
Hace más de mil años que su dulce locura
murmura su romance en la brisa nocturna.
El viento besa sus senos y despliega en corola
sus grandes velas por las aguas blandamente acunadas;
los sauces temblorosos lloran sobre su hombro,
en su vasta frente pensativa los juncos se inclinan.
Los nenúfares ajados suspiran en torno a ella:
ella a veces despierta, en un aliso dormido,
algún nido del que se escapa un minúsculo estremecimiento de ala;
—un canto misterioso se desprende de los astros de oro.

II

¡Oh pálida Ofelia! ¡Bella como la nieve! ¡Sí, tú moriste, niña, por un río llevada!
—Es que los vientos que bajaban de los grandes montes de Noruega
te habían hablado al oído de la áspera libertad.
Es que un hálito, torciendo su inmensa cabellera,
a tu espíritu soñador llevaba extraños ruidos;
es que tu corazón escuchaba el canto de la Naturaleza
en las quejas del árbol y en los nocturnos suspiros.
Es que la voz de los mares dementes, estertor inmenso,
quebraba tu seno de niña, tan humano y tan dulce,
¡es que una mañana de abril, un bello caballero pálido,
un triste loco, callado se sentó en tus rodillas!
¡Cielo! ¡Amor! ¡Libertad! ¡Qué sueño, oh pobre Loca!
Te fundías en él como la nieve al fuego:
tus grandes visiones asfixiaban tu palabra
—y el terrible Infinito llenó de pavor tu ojo azul.

III

—Y dice el Poeta que en los rayos de las estrellas
vienes a buscar de noche las flores que cortas,
y que él ha visto sobre el agua, mecida en sus largos velos, 
a la blanca Ofelia flotando como un gran lis.


Traducción de Virgilio Piñera

domingo, 20 de agosto de 2017

Ni garduñas ni mofetas

                       

Dolores Labarcena 



Molestar, no molesta. De hecho, por esquivo y autosuficiente en diversas culturas lo veneran. Para los antiguos egipcios, (quienes asimismo consideraban sagrados serpientes, vacas, cocodrilos, halcones, babuinos, escarabajos, hipopótamos, etcétera) el gato era el súmmum; y  lo glorificaron con la diosa Bastet: símbolo de fertilidad y belleza, mujer con cabeza de gato. El fervor de los adoradores se expresaba en las exequias, pues lo colmaban de honores y le guardaban luto. Cuanto más poderosa la familia, más suntuoso el sarcófago. Para franquear el velo que separa este mundo del otro escoltaban al difunto (gato) ratas embalsamadas. Fue tal el respeto que sentían hacia este felino que en el año 525 A.C., cuando los persas asediaron las puertas de Pelusio, el rey Cambises II tuvo la curiosa idea de atar gatos en los escudos de 600 soldados, y por si fuera poco, hizo volar a otros tantos por medio de las catapultas. Desde luego, los egipcios no contraatacaron por temor a lesionarlos y se rindieron.

En Grecia la recepción del gato ocurrió con cierto júbilo. Hasta entonces la tarea de desratizar las cosechas la ejercían garduñas y mofetas. Da fe de ello Hagia Triada, sitio arqueológico situado al sur de Creta, donde se halló, además de tablillas con escritura y cerámica minoica, un fresco en el que aparece un gato cazando un pájaro. Según entendidos, el felis silvestris cretensis desciende directamente del felis silvestris lybica. Su entrada en el continente europeo ocurrió entre 1700-1550 A.C. No puede decirse lo mismo de su recibimiento en la Antigua Roma. En las excavaciones de Pompeya y Herculano se encontraron infinidades de restos de animales, no así huesos de gato, tampoco representaciones. Los romanos no apreciaron en absoluto a este animal. Existen numerosos epigramas en que se desea su muerte inmediata por zamparse a un ave doméstica. 

A partir de ahí prolifera en Oriente. En China los comerciantes europeos lo intercambiaban por sedas y especias. Su serenidad la interpretaron como símbolo de paz y sus ojos radiantes, sables contra los demonios. Según una socorrida fuente: “Los budistas aprecian la capacidad de meditación del gato, sin embargo, no forma parte de los cánones del budismo. Esta exclusión resulta de un incidente sucedido a un gato que se quedó dormido durante los funerales de Buda”. Un asunto penoso, sin embargo no lo excluyó por completo de hogares ni de cuanto templo existiese. ¿Su empresa? Espantar las energías maléficas y sobre todo a las ratas.

En el Antiguo Testamento no se le nombra. Quizás por ello en el medioevo lo afiliaron con la hechicería. Su andar circunspecto y sus silenciosas apariciones hizo mella en el perfil de animal doméstico. Ya no era el consentido de los orientales, ni el raticida, y mucho menos aquel admirado por los egipcios. Toda bruja que se preciase debía lucir uno por fuerza y mostrarlo casi a modo de gargantilla. Por consiguiente, a la hora apremiante de la hoguera (ya se sabe que a la Santa Inquisición no le tembló “neanche un attimo”  el pulso) iban los dos hermanados en su numinosidad rumbo al fuego divino y purificante, bruja y gato. 

En Nubia, los Azande, más conocidos como nyam-nyam por sus costumbres antropofágicas, retenían gatos en sus chozas, no para comérselos, sino para asumirlos como animales de compañía. Según se dice, las mujeres y niños nyam-nyam eran los que más reverenciaban al felino. Este dato se confirma en crónicas y textos etnográficos de quienes libraron el pellejo en los siglos XIX y principios del XX cuando el continente africano era para Occidente un descomunal espacio en blanco por explorar, conquistar y civilizar. Dos ejemplos de quienes no fueron asados en púas o metidos en una cazuela con agua hirviendo, o sometidos a un ritual como ofrenda a los espíritus o a las esencias, son el teniente belga Theodore Westmark y el explorador y médico ruso Wilhelm Junker.

No obstante su falta de lealtad (virtud ineludible del perro) el gato ha tenido sus cantatas. Baudelaire tiene versos donde los cataloga “como amigos de la ciencia y de la voluptuosidad, buscan el silencio y el horror de las tinieblas”… H. P. Lovecraft, autor de Las ratas de las paredes, quien sentía una fuerte animadversión por estas y otras cosas más, escribió “El pequeño Sam Perkins”, poema a la memoria de su extinto gato. Borges tuvo el suyo, Burroughs su Gato encerrado, texto donde reflexiona sobre la reciprocidad inmarcesible entre el felino y el hombre. Pero me interesa más lo que piensa Neruda, quien se quejó de su inescrutabilidad: “Yo no. Yo no suscribo. Yo no conozco al gato. Todo lo sé, la vida y su archipiélago… la botánica… la bondad ignorada del bombero, el atavismo azul del sacerdote, pero no puedo descifrar un gato”. 

Y me pongo en sus zapatos, no por el carácter enigmático del gato, sino porque mientras avanzo por un sitio cualquiera, fuera del ciberespacio, donde por “no herir sensibilidades” exaltados internautas de la izquierda caviar maquillan el horror y borran (o intentan borrar) con un clic el reguero de muertos que deja en Occidente el terrorismo islamista -qué tiernos los gatos con solo menear hocicos y patitas telemáticamente-, en fin, mientras avanzo, es la Fiesta Mayor. Una de tantas del bien montado varieté edulcorado con rancia empatíaalgo que dista del pretérito aquelarre, pero entretiene.  ¡Y cuánto! Veo mallas, mallas de un balcón a otro, mallas repletas de gatos, no imitaciones del ashera ni del gato de angora o del felis silvestris catus, ¡ni siquiera del maneki-neko!, gatos y gatos de papel maché. ¿Cuál es la peculiaridad?, ¿cuál el mensaje? Indiferenciables, deliberadamente iguales, infinidades de gatos. ¡Ah, diosa Bastet!, sin lumen naturae que alumbre la conciencia, como Neruda, tampoco puedo descifrar.